POR LUISA REBECCA VALENTÍN
Ese jueves el sol estaba ocultándose tras una nube, pero estaba igualmente candente y silencioso, regio. Iniciamos el recorrido desde el Cementerio Municipal, iba en compañia de Javier y Willy, queriamos disfrutar de la aventura del Mercado de Pulgas de Pueblo Nuevo, Santiago, en el que cada jueves todo se vende y se compra.
El trayecto se inicia con el pregón del fundero que promete “dar funda” para “echar de to”. Al principio es la ropa interior, la nueva y los cosméticos, después vamos descubriendo el techo interminable de lonas azules, tensadas al viento para desafiar el sol. Aquí todo se vende y todo se procura, para usar el baño hay que pagar cinco pesos y para probarse no hay que hacerlo, porque ropa y todo lo demás se prueba a la intemperie, cada quien en su pública intimidad.
Los catres y las camionetas se convierten en exhibidores y un maniquí decapitado me muestra un viejo atuendo que alguien procura. Aquellos hombres están concentrados, en una ruleta. No miran más que las papeletas que se adhieren a la cabeza de un refresco colora’o. Allá hay un piso tapiado de hilos de mil colores y un estante de libros donde me apersono y regateo el precio de cuatro que termino llevándome. Ahí hay de todo y todo el mundo está en lo suyo. Unos venden, otros compran, otros se prueban, otros encuentran lo que buscan: vestirse y calzarse con cheles, pero manteniendo la buena marca.
Hay que abrirse paso entre la gente y entre los montones de ropas y zapatos. Las negras están sobre la ropa, de pie o acostadas, al estilo de Las Majas de Francisco de Goya. Hay mil pregones que me aturden y me ofrecen “de to”. Mis ojos se llenan de mercancías diversas. Es el único lugar donde un pantalón de marca y un pedazo de chicharrón se exhiben juntos; conversan y se hacen íntimos. Nadie pasa hambre porque entre la ropa y los zapatos están las ofertas de alimentos y bebidas, a domicilio.
Entre sudor, ropa nueva y usada, entre prendas a diez y a veinte pesos, el pobre y el rico convergen, unos en la oscuridad de la madrugada; otro en el sofocante mediodía, pero todos van.
El piso no se ve, todo se vende, todo está repleto de ropa de gente que no está, que vive o que murió, que la donó desde un lejano primer mundo para los pobres que viven en los países del tercer mundo. Ropas de memorias perdidas que ahora se venden al son de un pregón caribeño.
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