LUISA REBECCA VALENTÍN VOZDIARIA.COM
A fin de cuentas, da igual... Entre Gurabito, la Duarte con París y la Saint Nicholas con 182 en Nueva York, nuestra gente es la misma. Sigue siendo la misma, muy a pesar de haber tomado el vuelo y emprendido la marcha hacia nuevos horizontes de fríos inviernos, de abrigos y un inglés de dos palabras que ni necesario es.
Es que aquí, al igual que en Gurabito, o en la Duarte con París, da igual. Están las pequeñas tiendas con sus artículos en cajas, en canastos o en mesas en la parte exterior, con precios escritos a mano y en español sobre una cartulina, con vendedores criollos, envueltos en la cotidianidad dominicana que se instala en el país del Norte. Es el sueño de los miles del campo que pretender conseguir la visa y aterrizar directico en “Nuevayol”, para regresar millonarios a sus campos, si es que regresan.
A lo sumo, una temporada de vacaciones, con cadenas alquiladas y ropa nueva, recién comprada para mostrar prosperidad y éxito económico ilusorio. Un par de palabritas machacadas que ni entienden, porque no las necesitan en su realidad cotidiana, pero que sirven para impresionar en el campo, las aprendieron de oído, pero no las comprenden.
Trabajar abajo, dormir en el tercer piso, madrugar y anochecer en el trabajo para irse rendido a la cama y soñar con el campo y su retahíla de historias ciertas o inventadas para ser contadas en noches de ron y de anécdotas creadas, donde se narra cómo se “comen” y dominan a los “nuevayores”.
Las mujeres en licra, las malas palabras, las vendedoras de dulces, empanadas o la fila tras las habichuelas con dulce, el yun yun, la música alta, la bachata, el allante, las cortinas y cubrecamas acolchados de colores encendidos están ahí colgados a la venta, en la acera. Los desodorantes de Avon, las vistosas colchas y los tennis viajan a la República Dominicana como promesa que se empaca y que sella la existencia de un familiar en los nuevayores. Un inglés que no se usa para nada, un muchacho que salió del campo y cae como cohete en una cocina de la 182 para cocinar durante todo el día y luego ir rendido a la cama, para mandar mensualmente una remesa a su gente, después, es la historia de tantos.
Es el precio del Nuevayol sin la Quinta Avenida, sin el Empire State, sin el parque Bryant, sin el Greenwich Village, sin la Estatua de la Libertad, sin la maravilla del Flatiron, del Soho, del Museo de Arte Moderno, del Metropolitan, del Rockefeller Center, el Chrysler, la Biblioteca Pública, la variedad del Central Park, de los teatros de Broadway o la fascinación de Time Square a toda hora...
Es solo la nostalgia entre rostros solitarios que claman lejanía, interrogantes como qué hago aquí. Hay otros que ya no volverán atrás, a su campo. Prefieren quedarse aquí, que pase la vida, que el Social Security los ampare y morir después. Hace un poco de frío, solo un poco, como en los campos de la Sierra, no más. Es más, creo que es tan criollo este territorio, que ni nieve cae...
Es que aquí, al igual que en Gurabito, o en la Duarte con París, da igual. Están las pequeñas tiendas con sus artículos en cajas, en canastos o en mesas en la parte exterior, con precios escritos a mano y en español sobre una cartulina, con vendedores criollos, envueltos en la cotidianidad dominicana que se instala en el país del Norte. Es el sueño de los miles del campo que pretender conseguir la visa y aterrizar directico en “Nuevayol”, para regresar millonarios a sus campos, si es que regresan.
A lo sumo, una temporada de vacaciones, con cadenas alquiladas y ropa nueva, recién comprada para mostrar prosperidad y éxito económico ilusorio. Un par de palabritas machacadas que ni entienden, porque no las necesitan en su realidad cotidiana, pero que sirven para impresionar en el campo, las aprendieron de oído, pero no las comprenden.
Trabajar abajo, dormir en el tercer piso, madrugar y anochecer en el trabajo para irse rendido a la cama y soñar con el campo y su retahíla de historias ciertas o inventadas para ser contadas en noches de ron y de anécdotas creadas, donde se narra cómo se “comen” y dominan a los “nuevayores”.
Las mujeres en licra, las malas palabras, las vendedoras de dulces, empanadas o la fila tras las habichuelas con dulce, el yun yun, la música alta, la bachata, el allante, las cortinas y cubrecamas acolchados de colores encendidos están ahí colgados a la venta, en la acera. Los desodorantes de Avon, las vistosas colchas y los tennis viajan a la República Dominicana como promesa que se empaca y que sella la existencia de un familiar en los nuevayores. Un inglés que no se usa para nada, un muchacho que salió del campo y cae como cohete en una cocina de la 182 para cocinar durante todo el día y luego ir rendido a la cama, para mandar mensualmente una remesa a su gente, después, es la historia de tantos.
Es el precio del Nuevayol sin la Quinta Avenida, sin el Empire State, sin el parque Bryant, sin el Greenwich Village, sin la Estatua de la Libertad, sin la maravilla del Flatiron, del Soho, del Museo de Arte Moderno, del Metropolitan, del Rockefeller Center, el Chrysler, la Biblioteca Pública, la variedad del Central Park, de los teatros de Broadway o la fascinación de Time Square a toda hora...
Es solo la nostalgia entre rostros solitarios que claman lejanía, interrogantes como qué hago aquí. Hay otros que ya no volverán atrás, a su campo. Prefieren quedarse aquí, que pase la vida, que el Social Security los ampare y morir después. Hace un poco de frío, solo un poco, como en los campos de la Sierra, no más. Es más, creo que es tan criollo este territorio, que ni nieve cae...