Supongamos que diputados y senadores eligen, ¡por fin!, al Defensor del Pueblo, con sus adjuntos y suplentes. Supongamos que eligen al más probo, aunque emerja de un sancocho político de pésimo sazón. Se juramenta, toma posesión y estrena sillón y escritorio. Concluyen las felicitaciones, parabienes, columnas y editoriales y es cuando llega la pregunta inevitable de este pueblo incrédulo a fuerza de fracasos y negaciones: ¿Qué diablos va a hacer ese infeliz? Fácil saberlo. Pregunten si alguna vez nuestra burocracia le ha hecho caso a Altagracita Paulino, la defensora del consumidor (que es el pueblo).
Por Ramón Colombo