El sábado, mientras Jesús escalaba al cielo para estar sentado a la derecha del Padre, iba camino a Puerto Plata surcando el asfalto por los caminos de Villa González, Navarrete, Altamira y Maimón.
Aceptando las indicaciones de los socorristas y agentes de seguridad estatal, que emitían las señas de encender luces y mantener el cinturón puesto.
Deseando llegar a tiempo al primer destino de playas, no precisamente por darle humedad a la piel, sino porque en Maimón está aquel fogón típico a la leña, que para nada censura la autoridad medioambiental, porque también ellos disfrutan del manjar del pescado frito entre brasas en la fonda Johan. Temía porque el masivo retorno de los playeros pudiera agotar los peces, especialmente la especie cotorra que ajusta al dedillo al sazón exquisito exclusivo de aquel lugar.
Atravesando el túnel, sorteando curvas, mirada obligada hacia arriba al estadio encumbrado de Bartolo Colón, cruzando puentes, venciendo montañas, soplando los puestos de frutas y víveres de la ladera del camino.
Velocidad moderada, adecuada al Sábado Santo, par ojos advirtieron unas guanábanas puestas sobre una mesita de cuatro patas medio oxidadas. Atento al retrovisor, detuve la marcha.
Recordé las propiedades infinitas de este fruto, que médicos y fabricantes de medicamentos tratan de ocultarle al mundo. Oh Dios, divino fruto terrenal del árbol de Graviola, producto milagroso para matar las células cancerosas, 10 mil veces más potente que la quimioterapia.
Se la considera además como un agente anti-microbial de ancho espectro contra las infecciones bacterianas y por hongos; es eficaz contra los parásitos internos y los gusanos, regula la tensión arterial alta y es antidepresiva, combate la tensión y los desórdenes nerviosos.
Dichas estas propiedades, empalmo de nuevo la historia. Un micro-clima en el lugar de la parada, mi primo desmontó primero del vehículo, luego yo con aire de negociante. Al minuto de sentirnos extraños en el lugar, un señor pelo lamido hacia la izquierda, bigote rizoso, salió de una casa campestre. Le pregunté el precio, 3x100, le riposté la oferta, todas por 100 pesos, eran cinco. Lo pensó, aceptó resentido, le pasé una papeleta mamey y abandonamos el lugar como el que ha ganado batalla.
Me sentía General Luperón, inteligente como Einstein, astuto como Hemingway. Por cien anémicos pesos había conquistado frutos más valiosos que el oro de Barrick.
El camino seguía largo, los estómagos desesperados, las mentes trastornadas por el credo de que los playeros acabarían con todos los pescados. Llegamos al parador, el olor a leña prendida nos recibió.
Un servicio de lambí llegó primero a la mesa, luego las cotorras, las papas, las batatas, los tostones, el moro de guandules. Mi prima, que no desmontó del vehículo en la primera parada, lució restablecida luego de repasar el manjar.
Con muchas fuerzas, continuamos al norte de la isla. Una tercera parada nos enterneció, el funicular pasaba sobre nosotros. Espontáneamente surgieron las fotos para facebook, y aquellas prolongadas miradas hacia el Cristo de la Libertad.
Lamentablemente, era tarde para subir a la Loma Isabel de Torres.
Seguimos, motivados por el mar. Una nueva parada para facebook en el Parque Central. Imponente la glorieta de dos niveles, Duarte en estatua, la bandera tricolor flotando, las palomas descansando en techo, la catedral San Felipe vigilándonos.
El mar seguía con su imán, continuamos al malecón obviando el lado de Neptuno, en ruta a la puntilla. La tarde en su último aliento de vida, fotos en la Fortaleza San Felipe, frente al mar, hacia el lado del muelle, en el Monumento a los caídos del accidente aéreo de 2006 y un último jadeo de luz nos pusimos de espaldas al general Luperón (estatua ecuestre), sellando el reporte gráfico de un hermoso viaje, que nos dio un regreso a Santiago cargado de guanábanas.