Mató el severo abolengo de la piedra cinco veces centenaria. Borró la hermosa pátina que sólo imprime pacientemente el tiempo. Cubrió brutalmente la filigrana de la cantera de origen. Liquidó la orgullosa pureza de un símbolo patricio. Hizo huir, de rabia y tristeza, a todos sus callados fantasmas guardianes. Nubló miles y miles de recuerdos de amores, ecos de gritos colectivos, sueños y evocaciones de gestas populares. En fin: transmutó brutalmente en estúpido capricho empañetado el símbolo más preciado de la Primada de América. ¿Quién ha sido el asesino de la Puerta del Conde? (¡Qué me lo traigan!).