Por Dr. Alexis Barrera Corporán
Nueva York, la gran manzana, odiada y querida, anhelada plaza donde el emigrante encuentra nido y trabajo pero al mismo tiempo y como un contraste se convierte en una isla donde cada naufrago afila el propia hacha para construir su balsa. Allí se bifurca el alma y se
Contrae el espíritu moldeando inconductas que perforan los sentidos y permea la amistad.
En Nueva York todos prometen aún sabiendo que cumplir es difícil, con las honrosas
excepciones que confirman la regla el habitante confía y apuesta al olvido o la indiferencia de
quien ingenuamente cree que el tiempo se puede dividir entre las obligaciones cotidianas y el
placer de compartir con un amigo. La urbe te traga y te consume, te transforma en un
prestidigitador de la mentira capaz de jugar con tu tiempo y tu confianza.
Nueva York es un crisol de razas donde se resumen el favor que puedas provocar con tu
presencia y la dejadez que acusan los ingratos. Si la gente supiera lo que significa una
llamada telefónica, un bienvenido seas, o un simple, te voy a buscar para enseñarte la
ciudad, y cumplir lo prometido el corazón del viajero saltaría por los aires de agradecimiento
y se llevaría al lar nativo la satisfacción de haber prolongado en una ciudad con significativas
diferencias climáticas y de idioma el amor que se siente por la tierra que te vio abrir los ojos
por vez primera.
Creo que no cuesta nada y vale mucho dar y recibir pero mucho más ver cumplidas las
promesas que recibes cuando desandas las avenidas newyorkinas en busca de afectos
prometidos y amores escondidos.
Nueva York, luz y sombra que deslumbra al que llega en busca de amparo aunque amparo
no sea más que un apretón de manos, una palmadita en la espalda y una promesa cumplida.
Creo que no es mucho pedir hacerle entender a quien te dice espérame que esa simple