martes, 29 de noviembre de 2016

Periodista de Listín Diario “se hizo el loco” por un día



Juan Salazar

Mi hombro derecho se entumece sobre el duro, frío y todavía húmedo pavimento por el aguacero de la noche anterior. Es lunes, y la ciudad intenta lentamente salir del marasmo en que cae cuando el reloj marca la medianoche.


Las luces de algunos vehículos parecen tililar en medio de la semioscuridad y la soledad que predomina en el parque Tiradentes del Distrito Nacional, ubicado en la avenida del mismo nombre, entre las calles Rafael Augusto Sánchez y Raúl Cabrera.

Simular ser loco por un día implica ciertos riesgos y el primero lo vivo cuando aún en la oscuridad de la madrugada un enfermo mental me sacude para reclamar por su espacio. 

En tres ocasiones circundó el lugar donde intentaba dormitar,  hasta que por fin se decide a abordarme. “¿Qué tienes manito, estás enfermo?”, me dice quedo al oído mientras me jamaquea y hace el intento por despojarme de la gorra. Ante mi resistencia, se aleja diciéndome: “Ta’ bien manito, duerme tranquilo”.

En ese parque suelen dormir por lo menos tres personas con trastornos mentales; y la presencia de un “nuevo inquilino” en el área verde activó las alarmas de los habituales ocupantes. Otro también se movió por el área, pero sin acercarse adonde trataba de dormir.

Ha sido vano el intento de conciliar el sueño a la intemperie y mis ojos poco a poco asimilan la salida de un sol complaciente que termina de ocultar las luces fluorescentes de los letreros al otro lado de la vía.



Miro instintivamente mi muñeca izquierda buscando la hora, pero recuerdo que hoy no llevo reloj porque un demente no tiene noción del tiempo. El amanecer nunca había tardado tanto, pero siento que finalmente ha llegado al ver ahora el incesante rodar de neumáticos y los pasos presurosos de peatones que se dirigen a sus centros de labores, de estudios y a otras diligencias.

Un hombre choca con mis piernas y casi cae de bruces. Por las voces supe que era un haitiano que caminaba junto a otros compatriotas. Sentí pasar luego a otro hombre que hablaba con otra persona sobre un compañero de labores que llega tarde al trabajo y “baraja hasta casi las nueve”.

Tiempo de moverse

Ha llegado el momento de levantarme y comenzar el recorrido a lo largo de la Tiradentes hasta la John F. Kennedy, donde doblaré a la derecha con rumbo hasta la estación de transferencia del Metro y luego a la sede del  LISTÍN DIARIO en el ensanche Miraflores.

Ya de pie, lo primero que siento es una sed intensa. La costumbre de tomar dos vasos de agua a temperatura ambiente temprano en la mañana es un lujo que no puede darse en ese momento un enfermo mental.  Pienso en ese instante cómo encuentra agua para beber un demente en una ciudad que cada día enfrenta su propia locura, en medio de servicios precarios, una delincuencia insana y un tránsito caótico.

Cuando comienzo a caminar finalmente también aprecio en su totalidad mi apestosa indumentaria. Unos pantalones orinados en más de una ocasión, un palo para simular una cojera, una funda negra para echar cuantas cosas encuentre, una franela, gorra y un viejo saco sudados y ensuciados durante dos meses, me han convertido sin dudas en un ser que genera miedo, rechazo y repugnancia.

Las miradas no lo ocultan, cambiar el paso para no chocar con “este maldito loco” y evitar una posible agresión, o simplemente, alejarse por lo desagradable que resultaría estar cerca de alguien con semejante hedor.

La búsqueda de comida

Un perro casi me cierra el paso cuando me aproximo a un haitiano que pela unos plátanos en su puesto de frituras. Dos mordidas de canes -una cuando era un niño y otra ya siendo adulto- son razones suficientes para temerle a este animal. ¿Pero siente temor un enajenado mental? Pienso que no, siempre he tenido la percepción de que los enfermos mentales son muy arriesgados y descuidados. Y el estar casi dos meses observando su comportamiento me lo confirmó. Para mi suerte el perro se apartó.

“Aléjate, sigue tu camino. Tú no oyes”, me increpa el extranjero dueño de la fritura en un español con acento creole.  

Extiendo mi mano pidiendo algo para comer  y encuentro una respuesta similar.  Unos minutos después, no sé si por compasión o tal vez para salir del loco que importuna su negocio, coloca varios fritos y dos ruedas de salami en una funda de papel. Y a seguidas llega también la preciada botella de agua. Me siento a comer y logro hasta ignorar a otro perro que ladra insistentemente a mis espaldas desde un traspatio, tal vez inquieto por el intruso o el cercano olor a comida.

Como con avidez, pues los locos tienen un gran apetito. “Era hambre que tenía”, dice una morena que ha estado todo el tiempo cerca del dueño de la fritura mirando con atención. Guardo lo que quedó de mi primer desayuno como loco en la funda negra. Un demente no se detiene, debo seguir.

¡Dios mío!

En los locales de Plaza Naco el miedo a un trastornado mental se pone de manifiesto. Una joven empleada de una mueblería entra despavorida al negocio tan pronto percibe que me acerco y, un miembro del personal de seguridad me advierte en tono amenazante: “Sigue circulando que aquí estamos trabajando”.

Más adelante, al pasar frente a otro negocio, un joven interrumpe el chateo en su celular para moverse rápidamente a otro lugar. Su expresión me dio a entender que no soportaba mi mal olor.

“¡Dios mío, en este país hay que hacer algo para que esas personas no anden por las calles en esas condiciones!”, expresó un joven que conversaba animadamente con un compañero de labores, justo al momento en que les paso a la vera.

Esquivarme, tratar de no mirarme fijamente y acelerar el paso, son algunas de las reacciones que observo disimuladamente en las personas que encuentro en el trayecto rumbo a la avenida Kennedy.

En la Tiradentes cruzo varias intersecciones de poco tránsito totalmente desprevenido. Si realmente intento ser un “desquiciado” no puedo reparar siquiera en la velocidad de los vehículos. Conductores de yipetas, automóviles y camionetas se detienen para permitirme el paso. Sin embargo, camioneros y motociclistas no demuestran la misma cortesía.

Fue un reto cruzar sin cuidado la intersección de la Kennedy con Gasset. El tránsito es bastante fluido a esa hora de la mañana. La bocina de un camionero me advierte que no está dispuesto a detenerse y el conductor de una motocicleta casi me embiste al grito de “¡avanza maldito loco!”.  En ese momento medito en las tantas veces que un enfermo mental tienta a la suerte de esa manera para cruzar en medio de un tránsito caótico y descortés.

Una muestra de afecto

Caminando ya por la larga acera del Estadio Olímpico encuentro la primera persona que se me acerca sin temer a mi demencia y al hedor insoportable que transpiro.

“Cristo te ama, Cristo te ama”, me dice un joven que me salió al frente y colocó sus manos sobre mis hombros con una expresión de conmiseración en su rostro.  

No pude exteriorizar la felicidad por la demostración de afecto. Un loco ni siente ni padece, esa es la opinión generalizada, pienso en ese momento.

Nerviosismo en el Metro

Desde que asomé a la parada del Metro ubicada en la Kennedy, la de mayor tráfico por ser una estación de transferencia, el nerviosismo se apoderó del personal de vigilancia.

La primera expresión de pavor la noté en una joven que repartía un diario gratuito. Perdió la concentración. Un vigilante del Metro me increpó “Muévete, aquí no puedes estar”. No le hice caso. Total, un loco no tiene juicio ni entiende. Ante su insistencia para que me moviera, decidí sentarme a unos pasos de la entrada principal de la estación. “Aquí tampoco puedes estar”, me dijo el vigilante con tono de preocupación. Pienso por qué inquieta tanto la cercanía de un enfermo mental, y en ese momento recuerdo que antes de mi contacto tan frecuente con esta población, también he reaccionado de la misma manera.

Llegan dos unidades de la Policía y me advierte el preocupado miembro de la seguridad del Metro que me subirá a una de ellas si no me retiro. En realidad no llegaron por mí. Son cuatro agentes, tres hombres y una mujer. Ella queda fuera, muy cerca de mí, y al poco rato sacan a un joven esposado de la estación del Metro. En ese momento tuve que contener mi instinto periodístico y el interés de preguntar qué hizo para que lo sacaran de allí de esa manera.



El seguridad sigue inquieto. Me toma una foto con su celular, creo que para documentar el percance a sus superiores. Cuando me paro otra vez y me asomo a la entrada de la estación del Metro, pide a la joven de los periódicos un ejemplar, me toma con él por el saco para no tocarme y me empuja lo más lejos posible de la parada. “A mí sí me llegan vainas”, dice mientras me advierte que no intente regresar.

La agresión de un indigente

En la parada de autobuses de la Kennedy, cercana a la estación del Metro, un indigente rechaza mi presencia tan pronto me senté a su lado. “Llévate ese loco de ahí”, le dice a una persona que pasaba en ese momento. Cuando me le acerco reacciona bastante molesto y mira con temor el pedazo de palo que llevo en la mano.

Me le acerco más para ver su reacción y, en ese momento, me golpea con un pantalón que tenía en las manos. “Aléjate loco, aléjate”, me dice con insistencia. No le hago caso, y al ver que he invadido parte de su espacio, termina arrastrándose por toda la acera para alejarse de mí. Salí airoso en el reto de cruzar la avenida Máximo Gómez, a pocos metros de la Kennedy.

En la calle Mayor Piloto Valverde una joven me toma una foto con disimulo, me imagino que para subirla a las redes, quién sabe con qué comentario. Cuando paso junto a un grupo de hombres frente a la Cooperativa de Maestros, uno de ellos dice: “Si le damos en la cabeza con el mismo palo que lleva, ese loco se arregla”. Otro intento de encontrar qué comer no fue tan auspicioso, frente al liceo Unión Panamericana. Un vendedor de panes con huevo, queso y repollo me fulmina con la mirada mientras blande el cuchillo que usa para cortar. Dos mujeres se alejan de mí con pavor.

En el LISTÍN me sacaron dos veces

El personal de seguridad de LISTÍN DIARIO, que a diario me ve y al que saludo cuando entro a mis labores habituales, no me reconoció y me sacaron tan pronto asomé a la puerta principal de la recepción.

Como los enfermos mentales expresan insistentemente algo, adopté lo siguiente para repetirlo en diversos lugares donde hice paradas: “Pichilo me sacó de la casa. Un hombre que no puso un block en esa casa, y ahora se ha adueñado de ella. Se ha adueñado de la casa y no hay quién lo saque de ahí”.

La segunda ocasión que entré al periódico le repetí eso al vigilante José Luis Rodríguez, y su respuesta fue que Pichilo estaba en Radiocentro, ubicado al lado del LISTÍN DIARIO, y que hacia allá debía dirigirme para zanjar esas diferencias con él.

“¡Vamos a echarle agua!”, dijo Rodríguez como último recurso para alejarme de las instalaciones del LISTÍN DIARIO. Cuando me está sacando otra vez de la sede del decano de la prensa nacional encuentro la segunda muestra de compasión: Una estudiante de la Universidad Nacional Evangélica, colindante con este periódico, que me regaló medio refresco que le quedaba en una botella plástica.

Entro por tercera ocasión al LISTÍN ya sin la gorra para ponerme en evidencia y ni siquiera así me reconocen. Cuando Fabio Cabral, subdirector del LISTÍN, salió a la recepción (tenía conocimiento de todo) a constatar lo que pasaba y decide entrar conmigo a la Redacción, recibió la advertencia del vigilante de la puerta de entrada, de que no debía entrar a un enfermo mental a las instalaciones del periódico. “Fabio, es tu responsabilidad si entras con ese loco tan sucio a la Redacción”, le advirtió.

Paso frente a la oficina de Alicia Estévez, directora del listindiario.com, y pude notar su expresión de espanto y sorpresa. “Creo que ha entrado un loco al LISTÍN”, le dijo a la persona con quien hablaba en ese momento por teléfono. Ya dentro del LISTÍN sentí un gran alivio.  

Con frecuencia he escuchado decir  -también he usado la frase en alguna ocasión- que “no hay nada que dure más que un loco”. Luego de esta experiencia en las calles fingiendo ser un enfermo mental, sin dudas cambiaría esa expresión por la siguiente: “No hay nadie que sufra más que un loco”. Y eso que se trató de un solo día.

LA PREPARACIÓN PARA PODER SALIR A LA CALLE

La preparación para fingir ser un loco comenzó con dos meses de antelación. Tuve que dejarme crecer el pelo, las uñas y la barba a un nivel que hasta algunos de mis familiares, compañeros de trabajo en LISTÍN DIARIO y personas allegadas comenzaron a sentirse intrigados por el evidente descuido.

A los 20 días de dejar crecer las uñas comencé a sentir dolor porque crecían encarnadas y diez días después me resultaba incómodo teclear en la computadora. Tuve que recortarlas por las esquinas y entonces tomaron un aspecto femenino. Llegaron a crecer tanto que en algunos lugares públicos solía ocultarlas.

Un cuñado me facilitó un pantalón que había desechado por el desgaste y sucio acumulado durante su oficio de mecánico. Tuve que orinarme varias veces con el pantalón puesto para que hediera mucho. Un saco descolorido también acumuló sucio por varias semanas al igual que una franela. La gorra que usé la encontré fortuitamente en la calle y no le cabía más sucio ni podía heder más. Salí a las calles un lunes que seguía a mi fin de semana libre en el periódico.

Aproveché para pasar los tres días previos sin bañarme y sin cepillarme, además de que dormí en el piso para irme acostumbrando al duro asfalto.

En todo el trayecto me acompañaron el fotorreportero Jorge Cruz y el chofer Juan Bautista Soto, pero con las instrucciones de mantenerse a distancia y de no intervenir aunque fuera objeto incluso de alguna agresión.

@listin.com